Año
terrestre 2350, Avenida Kirova, Noril'sk, Siberia del Este, planeta
Tierra.
Pasaron junto a lo que pudo haber sido un estadio de
fútbol, pero no era más que una masa informe de escombros y nieve.
La ciudad, por considerarla así, era un desierto helado con dunas
esqueléticas de acero. Los edificios que permanecían en pié, pese
a su obstinado orgullo, no eran más que ancianos esperando su hora.
Ninguno de ellos conservaba algo parecido al aspecto que tuvo cuando
se concibió, y mucho menos, su supuesta utilidad. Era lo que quedaba
del recuerdo de una ciudad industrial, un infierno químico, frío y
desolador, pero a su vez una lucrativa fuente de recursos de toda
índole. Las ruinas del pasado son las minas del presente. Como la
serpiente que se muerde la cola, la industria se fagocitó a si misma
cuando dejó de producir.
Estaba nublado, y para variar nevaba, en unos minutos
se desataría la verdadera tormenta, el momento idóneo para moverse.
El Vojaĝanto 780 iba con las luces apagadas, como era habitual. El
sonido de sus descomunales orugas adaptativas apenas se distinguían
del viento aunque pasaran sobre el chasis de un coche, un camión, o
una casa. La tela metálica parecía engullir todo lo que le venía
al paso, convirtiendo los obstáculos en un pausado balanceo. El
vehículo, un mastodonte dividido en dos módulos con articulación
central, medía unos veinte metros de alto por noventa de largo.
Visto con un determinado ángulo parecía la cabeza de un tiburón.
De cerca, presentaba una superficie harto irregular, consecuencia de
numerosas reparaciones. Una ecléctica amalgama de retoques
superpuestos de diversos materiales y procedencias.
Existían ciertas cosas que Vasily no soportaba, y una
de ellas eran los imprevistos, pero a nadie le importaba. Acariciaba
suavemente la hoja de grafeno, en ella, la foto de varios niños con
caras felices. Recostado sobre el sillón de la cabina, que a su vez
era su casa, dejaba que el piloto automático hiciera su trabajo. La
cabina era un lugar atestado de objetos, recuerdos de los que no se
podía deshacer, los necesitaba para no olvidar. Para sentirse real
en el mundo. Un mundo que construía pieza a pieza a través de toda
aquella basura. Desde su perpetuo estado de somnolencia pensó en lo
que iba a recoger: según Tibor, los restos de un prototipo tripulado
que habían derribado con un Tunguska (nada menos) de a saber qué
conglomerado, corporación, o empresa. Con aquella caza habría un
buen pastel, y él quería su parte. A la MMC no le iba a hacer ni
pizca de gracia, pero menos gracia le hacía a él tener la certeza
de que no saldría con vida de allí si no compraba el contrato. Vio
los vídeos de la detección y de la cámara del misil, un impacto
directo. En la grabación del puesto avanzado se podía apreciar cómo
tras la explosión caía disparado hacia el suelo, y entero. Eso
parecía ser resistente, y cualquier cosa que pudiera soportar un
misil tierra-aire debía ser muy caro. Le hacía gracia que el motivo
por el que firmó el contrato con la MMC fuera a su vez la solución
para comprarlo: el secuestro y el robo. Técnicamente sabía que era
de la subsidiaria, pero si conseguían llevárselo antes de la
llegada del grupo enviado por Whittman, podrían venderlo a las
entidades adecuadas. Tendría que dejar parte del equipo, incluyendo
a Kolya y a los tuneleros. Esos no le importaban, eran unos cabrones
peligrosos que estaban mejor muertos, pero Kolya era un problema. Esa
cosa llevaba la lealtad en el cerebro a base de mierda cibernética,
el precio a pagar por llevar lo último en aumentos. De hecho, cuando
fue humano, llegó a sacrificar parte de su memoria para poder
implantarse aún más. Vasily lo recordó cuando aún necesitaba
respirar, cuando era su amigo. Lo conoció en la adolescencia, por
aquel tiempo las ciudades se conocían por su nombre, y no eran
marcas ni logotipos. Formaban parte de una unidad mercenaria que
operaba principalmente en China, jóvenes e inexpertos, tal y como le
gustaban a los mercenarios. A los pocos años consiguieron hacerse
los líderes del grupo, la unidad dejó de dedicarse al conflicto
corporativo abierto, para dedicarse a un negocio mucho más lucrativo
y menos peligroso, las operaciones encubiertas. El negocio funcionaba
bien, muy bien, pero la avaricia de Kolya parecía no tener fin. Cada
nueva operación, más ambiciosa que la anterior, requería de nueva
especialización, nuevo material, y más caro. Y así empezó todo,
Kolya contrató su cuerpo para pagar las deudas que generaban los
últimos aumentos. Cada nueva operación acababa con un nuevo
contrato que Kolya debía cumplir, los implantes venían con
cláusulas programadas. Paulatinamente cambiaba, hasta convertirse en
un monstruo sin voluntad, un ser más cercano a un arma viviente que
una persona. Poco quedaba de aquel muchacho salvaje, que soñaba con
fiestas de tres días tras una caza. Llegó el momento inevitable, un
contrato obligó a la unidad a realizar una operación especialmente
delicada, precisamente contra una con la que mantenía una clausula.
Aquel negocio salió mal, mataron a todos, a Kolya y a él los
cogieron a punto de embarcarse en una aeronave, huyendo del desastre.
Les obligaron a firmar un contrato permanente con la MMC en un
infierno helado y venenoso llamado Noril'sk, bajo las órdenes del
bastardo más grande que había conocido, Zhou Leonid, el mercenario
matasanos que tenía más de torturador, que de médico, también
condenado a trabajos forzosos en aquel agujero. Siempre se preguntó
por qué aquella subsidiaria de mierda se empeñaba en juntar a los
peores especímenes del planeta y darles armas (aunque fuera en el
culo del mundo). Como es natural no se fiaba del chino, ni del
informático, aunque este último no era más que un novato en esa
vida, aún conservaba las marcas de la corbata en el cuello. Pero los
necesitaba, por ahora, para que aquello saliera bien. A Kolya lo
dejaría tirado por contratar sus vidas, por el olvido forzado. “Si
queremos que el negocio funcione, tengo que hacerlo”, decía.
“¿Y de qué te sirve ahora, estúpido?”. No
le dolía matarlo, sabía que ya estaba muerto.
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